Por qué las empresas y tus compañeros te prefieren estúpido

En tiempos donde la inteligencia y la creatividad son aparentemente valoradas por todos, resulta difícil admitir que en la oficina es común encontrarse con personas que actúan de manera idiota, fingiendo serlo o liderando a otros que parecen idiotas (¡Síganme el ejemplo! ¡Celebren nuestro común ¡estupidez!). Estas prácticas se fortalecen desde diferentes ángulos dentro de la empresa, y la terquedad se considera como una habilidad blanda por parte de estos «pastores» de la masa.

Mats Alvesson y André Spicer, dos académicos internacionales especializados en gestión y organización de personal, han llegado a la conclusión en su reciente libro «The Stupidity Paradox» de que las corporaciones operan día tras día gracias a la estupidez funcional de quienes las sostienen y sus seguidores.

Ellos asumen que promover sinceramente la creatividad y el pensamiento crítico ralentizaría las decisiones y la implementación de la estrategia, debilitaría la eficiente cadena de mando y sumiría a la empresa en un ciclo interminable de autocuestionamiento. Temen que serían víctimas de depredadores menos inteligentes, pero más rápidos. Nadie quiere enfrentarse a un peligroso enemigo y astuto. Aunque puedas ser más inteligente que él, seguirías siendo vulnerable a sus ataques.

Es cierto que una empresa basada en la asamblea, similar a una democracia o una familia donde se persuade en lugar de imponer, podría operar más lentamente. No obstante, Alvesson y Spicer argumentan que una compañía que no promueve el pensamiento crítico y cultiva la estupidez a través de un liderazgo un idiota, generalmente termina naufragando de forma ridícula. Se cometen errores graves una y otra vez, acumulándose durante meses. Todos obedecen órdenes sin cuestionar las consecuencias. Se actúa por inercia, convirtiéndose en cómplices de la idiotez.

Según Alvesson y Spicer, la estupidez funcional posee cuatro características principales que la hacen fácil de identificar. La primera ya la hemos mencionado: consiste en separar nuestras acciones de sus consecuencias, con la firme intención de agradar a los superiores, mostrar una actitud positiva y constructiva, y evitar salir de nuestra zona de competencia y especialización. En este contexto, la empresa se convierte en nuestro propio departamento, y nuestro departamento se limita a nosotros y nuestra «tribu» en la que nos sentimos cómodos.

Algo más

Es necesario más que simplemente ignorar las consecuencias de nuestras acciones para comportarnos como auténticos estúpidos funcionales. Es crucial no cuestionar por qué actuamos de esa manera o responder con excusas como «siempre se ha hecho así» o «eso es lo que me han pedido», lo que impide que así examine periódicamente nuestras premisas. Esto es especialmente útil para mantener unida a nuestra tribu, clan o grupo cercano.

Los ejemplos de esto son abundantes y cualquier país que haya experimentado una crisis bancaria los conoce de primera mano. Los peores directivos de instituciones financieras suelen presumir de tener estructuras que funcionan como ejércitos gobernados con mano dura. Además, saben que cuando las cosas van mal, es fácil culpar a los empleados, como si un general denunciara a los cadetes. La mecánica es bastante simple.

En primer lugar, se les exige que vendan productos peligrosos en los que no creen y que a menudo no entienden. Se les dice que no se les paga por pensar, sino por vender, y se insinúa que nadie es indispensable. Luego, se premia a los más imprudentes y se los eleva como ejemplos a seguir. Finalmente, cuando llegan los problemas de impago, se señala a esos ejemplos, ahora convertidos en la personificación de la miseria moral. Es un sistema que fomenta la estupidez funcional desde la cúspide y espera que se replique en la base de la jerarquía. Con dinero y miedo, a menudo lo logran.

La segunda característica es que la estupidez funcional no es propia de verdaderos estúpidos, sino de profesionales perfectamente capaces e incluso muy inteligentes. Spicer y Alvesson los identifican como los sumos sacerdotes de este mandamiento idiota: no provoques problemas y no le digas a la gente las malas noticias que no quiere escuchar.

La clave es que, al igual que en la escuela, tendemos a querer formar parte del rebaño, de la tribu, del mundo de los trabajadores que aumentan o esperan ascender pronto, en el paraíso de los conformistas. En un cruel homenaje a Umberto Eco, nadie quiere ser apocalíptico; Todos queremos ser conformistas.

La estupidez funcional no es propia de verdaderos estupidos, sino de profesionales perfectamente capaces e muy inteligentes.

Ese rebaño, liderado por el cabrío (generalmente masculino), nos ofrece un pacto faustiano. «Cumple las normas», nos dice entre balidos, con chispeantes ojos y una sonrisa burlona, ​​»y te aceptaremos. Suspende tu juicio para abrazar el nuestro y serás normal». Si todos nos comportamos como idiotas, nadie podrá señalarnos lo idiotas que somos.

De hecho, modificaremos el concepto de estupidez para adaptarlo a aquellos que se opongan o revelen nuestra verdadera naturaleza. Llamaremos insolidarios y castigaremos a aquellos que desafíen nuestro comportamiento. Somos capaces de ser perezosos y exigir aumentos salariales colectivos como recompensa por el esfuerzo. Unidos, castigaremos.

Muy pocos pueden negarse

En la inmensa mayoría de los empleos, muy pocos pueden negarse a la estupidez funcional, e incluso es obligatorio en muchos casos, si no quieres arriesgarte a ser despedido o resignarte a nunca ascender.

Mats Alvesson y André Spicer afirman que hay algunas ocupaciones intensivas en conocimiento donde se exige creatividad e innovación, y se requieren análisis avanzados de los temas tratados. Sin embargo, también señalan que estas ocupaciones representan solo un pequeño porcentaje incluso en países avanzados y que apenas han advertido desde principios del siglo XXI. Resulta sorprendente que llamemos a esto una economía basada en la innovación, la creatividad y el conocimiento.

Aunque se han masificado los títulos de educación superior, advirtieron que esto ha reducido su calidad, y un estudio mostró que un porcentaje considerable de graduados no mejoró su capacidad de análisis después de pasar por las aulas. Así que, ser universitario ya no garantiza ser un trabajador ideal para ocupaciones intensivas en conocimiento, a pesar de lo que pueden decir profesores y familias.

Otra realidad dolorosa es que, a pesar de que muchos jóvenes van a la universidad, solo una minoría de ellos encontrarán posiciones cualificadas que respondan a sus expectativas. Muchos se ven obligados a ser recompensados ​​principalmente por pensar poco y obedecer mucho y con eficiencia, actuando como estúpidos funcionales aunque no lo sean.

Incluso en empresas que presumen de ofrecer servicios avanzados y creativos, existen puestos donde los trabajadores son simplemente ejecutores de tareas con títulos ostentosos y protocolos extremadamente rígidos. La línea entre lo que es innovación real y lo que no lo es se vuelve borrosa, ya que el etiquetar trabajos como «innovadores» e «intensivos en conocimiento» aumenta su valor y, por lo tanto, las empresas intentan hacer pasar fórmulas simples como creatividad.

El libro «The Stupidity Paradox» de Mats Alvesson y André Spicer una dosis de humildad plantea y dudas para aquellos que creen que vivimos en una época que favorece enormemente a los creativos e innovadores, brindando a la mayoría la oportunidad de ser pagados por plasmar su identidad, imaginación y talento en productos y servicios que cambian la vida de las personas. Aunque puede que la realidad no sea tan optimista como la pintan los autores, las experiencias de millones de universitarios en empleos precarios y monótonos, como ocurre en España, nos recuerdan que esta visión extrema tiene un preocupante punto de verdad.

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