Ernesto llevaba dos años viendo cómo su casa se desmoronaba lentamente. No era solo una metáfora de su vida, no. Goteras, filtraciones, manchas de humedad que se extendían por el techo como si algún dios bromista hubiera decidido hacer acuarelas con su salón. Y ahí estaba Ernesto, aguantando. Porque así era la vida, ¿no? Una larga espera mientras te vas cayendo a pedazos, igual que su apartamento.
Ernesto había hecho lo que se suponía que debía hacer. Reclamó. Porque cuando vives en una comunidad de vecinos, crees que las cosas funcionan como deberían. Te dicen que hay un presidente, un administrador, reuniones y actas, y todo parece muy civilizado. Pero la realidad era otra: Ramón, el presidente de la comunidad, era un tipo que seguramente pensaba que las filtraciones de Ernesto eran cosa del destino, algo que se solucionaría mágicamente. "Lo veremos en la próxima junta", decía Ramón con su cara de domingo por la tarde, como si alguna vez esa junta fuera a arreglar algo.
Y mientras Ernesto veía cómo sus paredes se convertían en un paisaje de moho y humedad, los demás vecinos se preocupaban por lo que realmente importa: porticones. Sí, esos pequeños dioses de madera que cubren las ventanas de sus almas. Un día, en el bendito grupo de WhatsApp, Alicia, una de esas vecinas que siempre tiene algo que decir, lanzó la bomba: "¡Han pintado mal los porticones! ¡Esto es una desgracia!". De repente, el grupo estalló en una revolución de porticones mal pintados.
Ernesto, sentado en su casa, escuchando cómo caía una gota tras otra sobre su mesa, se preguntaba si había una cámara oculta en todo esto. Hugo comenzó a compartir fotos de sus porticones como si fueran las pruebas de un crimen atroz. "Mira cómo quedó este lado", decía, mientras el resto de la comunidad lloraba virtualmente por la tragedia.
Alicia, riéndose a carcajadas, comentaba lo mal hecho que estaba el trabajo. “En seis semanas ya están destrozados”, decía, divertida por lo ridículo de la situación. Ernesto, por su parte, no podía evitar ver la gran ironía: la comunidad llevaba más de dos años sin mover un dedo para arreglar sus goteras, pero aquí estaban, todos alarmados por un poco de barniz mal aplicado.
Ernesto, que ya había reclamado unas diez veces sobre sus goteras, decidió probar una vez más:
"Hola, las filtraciones en mi vivienda siguen empeorando. ¿Alguien sabe cuándo se van a hacer las reparaciones?"
Como era de esperar, silencio absoluto. El rey Ramón simplemente mencionó, como si fuera un mantra sagrado: "Lo veremos en la próxima junta". Mientras tanto, Alicia y Hugo seguían debatiendo sobre la catástrofe pictórica de los porticones. Los mensajes volaban por el grupo, soluciones rápidas, sugerencias, nombres de pintores. Todo se resolvía con una velocidad que Ernesto solo podía soñar para su techo. Un techo que, por cierto, ya se había convertido en una especie de arte contemporáneo de la humedad.
Fue entonces cuando Ernesto, hastiado y con esa amargura dulce que te da el no tener nada que perder, decidió escribir lo único que tenía sentido en ese momento:
"¡Qué bien! Parece que las goteras se han apuntado a la junta también. A ver si tienen suerte y las aceptamos como parte de la comunidad."
Ni una sola respuesta. Nada. Ni siquiera un emoji. Mientras tanto, los porticones seguían reinando en la conversación. Ernesto apagó el teléfono y se sentó a escuchar cómo el agua caía, gota tras gota, sobre la pila de libros que aún no había leído. La vida era eso: goteras, porticones y vecinos que te ignoran.
Pero Ernesto no era un santo. No, Ernesto no iba a quedarse viendo cómo su casa se convertía en un cenagal mientras el resto se peleaba por unos trozos de madera. Así que se puso manos a la obra. Pruebas, fotos, vídeos de esas goteras que parecían contarle una historia de dolor y abandono. Capturas de los mensajes en el grupo donde nadie, absolutamente nadie, le hacía caso. Juntó todo, y lo envió con un burofax para darle un toque legal. Porque si algo había aprendido Ernesto en sus años de vida, es que cuando la gente no quiere escucharte, solo el burofax tiene el poder de meterles miedo.
Pasaron quince días. Ni una llamada. Ni un mensaje. Los porticones seguían siendo el tema de moda. Ernesto decidió que ya había esperado suficiente. Fue entonces cuando contactó con un abogado. Porque, después de todo, si te van a ignorar, que al menos te ignoren con estilo y que haya consecuencias.
La Ley de Propiedad Horizontal era su nuevo mejor amigo. Ese pequeño artículo 10 que obligaba a la comunidad a arreglar sus problemas. Su abogado, un tipo con cara de haber visto muchas peleas de porticones en su vida, le dijo que tenía todas las de ganar.
El juicio llegó, y el abogado de Ernesto lo expuso todo: las fotos de las filtraciones, los mensajes ignorados, la comunidad resolviendo problemas triviales mientras las paredes de Ernesto se derrumbaban. Mientras tanto, Ramón y los vecinos trataban de excusarse, pero el juez no tenía ganas de escuchar más cuentos de porticones.
Finalmente, el tribunal falló a favor de Ernesto. La comunidad fue condenada a arreglar las malditas goteras y a indemnizarlo por los daños. Los vecinos tuvieron que tragarse sus porticones y poner manos a la obra con lo que realmente importaba.
Ernesto, sentado en su salón recién arreglado, encendió un cigarrillo y miró cómo el techo por fin no goteaba. La victoria sabía bien, pero sabía que no era el fin. Los vecinos seguirían siendo los mismos. La próxima batalla podría ser por las luces del pasillo o la puerta del garaje. Pero esa, pensó Ernesto mientras exhalaba el humo, sería otra historia.
La vida es simple: o estás del lado de los porticones, o estás del lado de las goteras. Pero tarde o temprano, la realidad siempre te cae encima. Como las malditas filtraciones.
Recuerda que es fundamental contar con el asesoramiento legal adecuado, tener pruebas claras y actuar siempre dentro del marco de la ley para garantizar que tu denuncia sea efectiva y respetuosa con el proceso legal.