En una noche de esas en las que la carretera se convierte en un tapiz oscuro y solitario, yo, un simple mortal al volante de mi coche, me enfrentaba al desafío de la velocidad y la oscuridad. De repente, como un destello inesperado en un cuadro monótono, un ciervo audaz decidió que era el momento perfecto para desafiar a la ley de la física y cruzar la carretera frente a mí.
Con mis reflejos a flor de piel, y la adrenalina bombeando como un motor descontrolado, logré hacer lo impensable: frenar, esquivar y evitar un choque con el majestuoso pero imprudente ciervo. El rugido de los neumáticos derrapando sobre el asfalto se convirtió en música para mis oídos, una sinfonía de supervivencia en medio de la noche.
Después de ese encuentro cercano con la fauna salvaje, me sentí invencible. ¿Quién necesita un curso de manejo deportivo cuando tienes a un ciervo como instructor? Mis manos temblaban, pero no de miedo, sino de emoción pura, de haber desafiado al destino y ganado.
Mi ángel de la guarda, ese ser celestial que ya debe de estar acostumbrado, aún no lograba bajar de la montaña rusa de emociones en la que lo había metido. ¿Quién iba a imaginar que una noche tranquila de conducción se convertiría en una aventura digna de un rally?
Así que ahí estaba yo, con mi carnet de rally no oficialmente otorgado, y mi ángel guardián todavía tratando de recuperar el aliento. Si algo aprendí esa noche, es que nunca subestimes a un ciervo, ni a la adrenalina que fluye en una carretera solitaria en medio de la noche.