Entre el asfalto y el ego

Ahí estaba yo, en la ciudad de Tremp, atrapado en mi propio coche como un ratón en una trampa, gracias al transportista del siglo XXI que se cree el rey del asfalto. Su majestad, el conductor impertinente, decidió que era el momento perfecto para detenerse en seco porque, claro está, mi vida gira en torno a su divina voluntad.

Mientras yo intentaba salir del vehículo para visitar a un cliente, este genio del tráfico, este verdadero estratega de la movilidad urbana, decidió que mi charla telefónica era una amenaza para la paz mundial. ¿Cómo osaría hablar por el móvil en su presencia? ¡Un crimen tan vil como robarle el trono a la reina de Inglaterra!

El buen samaritano del volante decidió que yo era presa fácil, su víctima ideal en este juego de poder sobre ruedas. Por supuesto, en lugar de simplemente parar en el vado que había al lado, como lo haría cualquier persona con una pizca de sentido común, optó por bloquear mi camino, como si la carretera fuera su propiedad privada y el resto de nosotros fuéramos meros peones en su elaborado juego de ajedrez.

Y ahí estaba, con mi coche atrapado en el limbo de la arrogancia motorizada, mientras él, el valiente defensor de la vía pública, se pavoneaba como si hubiera conquistado un territorio virgen. No importa que a su derecha hubiera un vado más grande que su ego, porque claro, él no necesita seguir las reglas que rigen a los simples mortales.

Todos compartimos el mismo espacio

En un mundo donde cada automovilista se erige como el dictador del carril, necesitamos un toque de humildad y sentido común. Tal vez podríamos empezar por recordar que todos compartimos el mismo espacio y que no somos los protagonistas exclusivos de esta comedia sobre ruedas. Respetar las normas de tráfico y recordar que el ego es más fácil de aparcar que un coche sería un buen punto de partida. ¿O tal vez podríamos enseñarle a algunos conductores a estacionar su vanidad en la acera? Solo una sugerencia.

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